viernes, 6 de julio de 2007

PAISAJES DE LA MEMORIA

PAISAJES DE LA MEMORIA

Música: Cuadros para una exposición.


Existen paisajes que, pasado el tiempo, continúan, únicos, manteniendo en nuestra retina su impresión, adormecidos en su sueño atemporal o mimados por la mirada primera del tiempo en que los descubrimos. Son los paisajes de la memoria, rincones escondidos a los que regresamos, una y otra vez, salpicados de luz; la luz primera, el descubrimiento primero, la imagen imperecedera.
Los paisajes pueden cambiar pero siempre son los mismos, los que no somos los mismos somos los viajeros, que vagamos por los caminos y las estrechas carreteras que aprendimos a querer en nuestra infancia y adolescencia, transitando los pueblecitos de la provincia leonesa, aún sin descubrir. Y existe un imaginario colectivo, inventado y reinventado por el viajero de todo tiempo y lugar, desde hace siglos hasta nuestros días, que nos habla de una zona de transición, física y de conciencia, similar a esos espacios marginales donde la imaginación se ensancha y esponja salpicada de minúsculas florecillas o mirando hacia un cielo muy azul, nítido, transparente casi, en el que se unen las nubecillas con el humo de las chimeneas de las casas en invierno. Son los paisajes de la memoria, rincones recónditos a los que regresamos, a los que debemos volver, siempre con la mirada primera, la impresión primera, que perdurará, dejando su huella, en nuestras biografías.
En este lugar de León donde todo es posible, y bien lo sabe el viajero que ha llegado hasta aquí, la magia y la realidad se mezclan en una dimensión única conformando espacios pictóricos de extraña belleza, murales de exóticas simetrías, inmensos tapices recuperados por la mirada de la memoria primera de un fauno, de un peregrino, un eremita fervoroso.
Así, en esta pintura anónima, los tiempos se cruzan, se mezclan, sorprendiéndonos: en un primer plano, santos devotos, figuras minúsculas de formas sinuosas, mitológicas, hombres iluminados, animales salvajes, seres endemoniados, reales e imaginarios, y, casi imperceptibles, destellos de luz que salpican una obra sugerente que da paso a una época, y con ella a la Historia, la leyenda y la magia, llevando, al observador atento, a preguntarse cuáles fueron los orígenes, los motivos, las razones de esa visión fabulosa y realísima. Porque esta obra de aquel eremita genial, del que aún hoy los habitantes más ancianos del Valle Do Seo comentan prodigios, es un cuadro y no es un cuadro; se trata de un documento de época que nos habla de los comienzos de un pueblo, de sus primeros habitantes, de cómo llegaron hasta estos parajes, sus creencias, sueños, sus esfuerzos de supervivencia y su lucha con la naturaleza indomable.
Y si en un primer plano encontramos la cabaña de madera, a los santos rezando, los seres mitológicos y los pequeños animales salvajes, en un segundo plano vemos un asentamiento, pequeñas aldeas dispersas entre gargantas estrechas y valles verdísimos, y pastores miniatura cazando ciervos y jabalíes, en zonas boscosas.
A lo lejos, las montañas conforman un conjunto paisajístico de gran belleza, y el río Do Seo con el rumor de sus aguas, baja despacio hasta llegar a la línea difuminada de un horizonte sin fin, pues detrás de esa línea hay más vida, y lo que existe cruzando la línea divisoria, lo soñamos. Son espacios inexplorados que crea y recrea el eremita, desde un lugar sin tiempo, atizando los rescoldos de la memoria de los hombres venideros para reavivar la llama de un pasado, guiñándonos el ojo en la distancia.
La búsqueda de la soledad llevó a estos raros hombres a lo largo de la Edad Media a recorrer con una voluntad férrea todos los caminos de la geografía peninsular protagonizando un movimiento de protesta que resulta difícil comprender para la mentalidad actual, dada la dureza y austeridad, la renuncia en la que conformaron sus vidas, sus sacrificios. Sin embargo, ese aislamiento, el estudio y la contemplación, hizo de algunos de aquellos hombres y mujeres sabios y visionarios, unos adelantados a su tiempo y al nuestro, tal vez, pues esa renuncia no era otra cosa que la manifestación de la búsqueda de una libertad en espacios vírgenes, aún no explotados por la mano voraz del hombre, huyendo de la raposería y soberbia del poder, al que se enfrentaron. Algunos de aquellos eremitas se convertirían en monjes, creando pequeñas comunidades monacales, tal y como narran las crónicas de la época.
El eremita, al igual que el resto de sus compañeros de aventura, fue muy pobre y renunció a poseer toda clase de riquezas; renunció al oro, tan deseado por sus buscadores, aunque sí los conoció, y a toda clase de aventureros y rapiñadores, que habían llegado hasta esta región del noroeste peninsular atraídos por las maravillas que se contaban de ella, la caza mayor o el ideal de una vida próspera que no habían encontrado en otras partes lejanas, apartados de la enfermedad y la peste que asolaba gran parte de Occidente. En aquel ambiente sano y limpio, contaban los viajeros, los niños crecían robustos, y las gentes tenían una vida feliz. Dispersos por toda Europa: Italia, Francia e Inglaterra, los expertos nos hablan del eremita, y éste, de una época. En el caso que nos ocupa se trata de un superviviente. Aunque algunos aseguran que todavía hoy existen esta clase de personas refugiadas, escondidas en las cuevas de las montañas del Bierzo, que bajan de tarde en tarde hasta las poblaciones cercanas, para contar historias prodigiosas a sus habitantes, en todos los molinos desperdigados por la zona, y, especialmente, cerca del Molino del Agüita.
Respetando su individualidad y su deseo de seguir viviendo como lo han hecho siempre, adaptados a una realidad a un tiempo propia y ajena, parados en un reloj antiguo sin agujas que nadie se ha encargado de reparar jamás, los lugareños no dudan en protegerlos con sumo celo si el viajero desea conocer e indagar abandonando los territorios de la fábula. Sucede así, que todo el que llega a estos parajes imaginarios lleva, de forma inequívoca, el sello de la solidaridad, heredada o aprendida e interiorizada, a través de sus predecesores, que les han inculcado el respeto y el amor por el saber, y la curiosidad necesaria para continuar sus investigaciones sobre el terreno, con rigor y humildad. Algunos habitantes de San Fiz Do Seo, los que quedan, aseguran que el autor de esta obra vive, y que lo han visto alguna vez, pintando, al llegar la primavera, junto a la orilla del río.
Si el artista vive, y el cuadro anónimo data de la Edad Media, según han asegurado expertos conservadores de pintura antigua: ¿dónde, - nos preguntamos-, comienza la ficción y dónde acaba la realidad....? Sólo con la mirada niña e ingenua del pintor eremita se pudieron trazar los rasgos de un paisaje fabuloso, ubicado en el Valle Do Seo, pasando Villafranca del Bierzo, entre caminos intrincados y estrechas carreteras que conducen a Barjas, aún hoy desconocidos para muchos, haciéndonos llegar su historia, del modo que sigue a continuación, pues la pintura acompaña al manuscrito:
“ Cuando leas este manuscrito, no estaré en tu mundo, aunque vivo y existo. Mi vida estará en otra vida, mi paz será otra paz. Verdad es que los hombres necesitan creer de los muertos para hablar de la Historia de sus muertos y de los vivos; y verdad también que la Historia de los vivos y los muertos se confunde, para alguien como yo, que ha vivido y visto tanto a lo largo de estos siglos. Si te cuento mi encuentro con uno de los muertos, creerás que narro una historia fantástica, pues la muerte llama y asusta, pero debes saber que los muertos habitan todo espacio, tiempo y lugar, y aparecen o desaparecen, según capricho del tiempo, en una cadena interminable que acabará cuando llegue el Gran Día. Lo encontré al llegar a la cueva que lleva su nombre, cerca de Santiago de Peñalba, en una noche tan fría que hasta los lobos hambrientos quedaron mudos y ciegos ocultándose en sus madrigueras. El cielo y las estrellas auguraban algo sobrenatural, maravilloso o terrible, en mi vida y en mi muerte. Tras largas horas de camino, extenuado, vi a lo lejos la llama de una pequeña hoguera. Salía de la cueva, y supe que aquel fuego me llamaba en su búsqueda. Continué el camino, temeroso y perplejo, sin saber lo que encontraría allí, y al llegar a la cueva, la hoguera, iluminando un círculo de tierra húmeda en medio de la noche, me invitó a descansar. Entré en la cueva, no había nadie, no había nada. Un silencio absoluto, tan sólo roto por los chasquidos de los leños, me dejó absorto en mis pensamientos. Quedándome adormecido, al cabo, volví a mirar, descubriendo junto a las llamas la pintura que me acompaña. Y con ella, pues doy fe de que lo que hay pintado existe, existió, es cierto, la memoria de los hombres que creímos en una vida mejor más allá de los confines de la tierra. El camino, que empezó siendo un calvario, lo subía y bajaba cada tarde, y entonces, cuando llegué, atravesando El Valle del Silencio, no había nadie que habitase estos inmensos parajes ”. Ángeles Basanta. Diario de León. 20 de febrero de 2005.

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