miércoles, 30 de abril de 2008

EL CORAZÓN DE LOS RELOJES CIEGOS.

En aquella casa inmensa, repleta de luz, libros, recuerdos de viajes, el piano, plantas, las flores de la galería, mi padre agotaba su tiempo. Alguien decía que unos deben enfermar, morir, para que otros maduren, que mueren antes los mejores, que les cuesta trabajo morir. Y había que aceptar que el tiempo de mi padre se estaba consumiendo, extenuando su luz, esa luz que era inteligencia pura, sin trampa ni cartón, y que aún vibraba, revelándose, en aquel cuerpo largo, aquellas manos. Una tarde reventó el vientre de las nubes y cayó la lluvia lavando heridas, caminos, tejados, entrecejos. El corazón de los relojes ciegos.
Mi padre, Santiago Basanta Lence, hombre admirable, nació en Chanteiro, Ares, La Coruña, hace setenta y seis años, y falleció el día dieciocho de abril de dos mil ocho, a la una y media de la maduragada, en la casa familiar de León. Descansa en Bembibre, donde fue un alcalde querido. Así como el tiempo se para en el silencio, así, el corazón de los relojes ciegos.
Muchas veces me pregunté qué era lo que me había dado esa ciudad, de la que emigré en dos ocasiones, donde tuve que soportarlo todo desde la adolescencia: envidias, con datos y hechos objetivos, contrastados, a poetastros ridículos y zafios o personajes mezquinos, idénticos en todas partes. Sin embargo, a pesar de todo, predominaba la gente seria, trabajadora, sensata. Y su talento. El talento de los que luchan, aman y han aprendido a vivir. Y redimía el paisaje, salvaba, los colores del paisaje, la alegría eterna de la nieve, las praderas inmensas de La Omaña o de Babia, con los potros pastando plácidamente en un tiempo sin tiempo de un rejoj de tuercas sordas, los bosques milenarios de castaños en El Bierzo. Y Foz, Bayona, Portugal. Y La India, Nepal, Tailandia. Veranos felices para siempre. Pero desde hacía bastante tiempo, la preocupación y la angustia por la enfermedad de mi padre era un ir y venir ausente, como si en la vida hubiera diferentes estados de conciencia, y cada uno estuviera situado en un peldaño distinto de esa escalera, escalera de la que conocemos el principio pero no vemos el fin, o parado en uno de sus descansillos, observando a través de un ventanuco, o esperando paciente a alguien que sube y le está llamando. Al igual que el tiempo se para en una imagen, un aroma, un recuerdo, unas manos con fiebre que se aferran a las tuyas, así es el corazón de los relojes ciegos.